El Sauce de Cristal

Por: Diego Sánchez Aguilar

Pensamiento Literario.

El resumen de un libro es una tarea, por decirlo en busca de frescura, oceánica. Me refiero a que muchas veces nos enfrentamos con textos que son ora traducciones, ora traducciones de la traducción, y que malamente desciframos.

Creo que el circuito del habla, aún de la tradición oral, se presenta demasiado difícil. Ahí están los debates en los círculos literarios, filosóficos, políticos; personas que buscan entenderse, transmitir. No sé si el tema que subyace al arte de nuestros días, a la “filosofía”, a la política, sea la transmisión.

Y tomo sólo ciertos círculos, y nuevamente, mi experiencia en estos círculos. Dada la pequeña introducción, me limito a señalar un aspecto, a manera de resumen de Polvos de Arroz de Sergio Galindo, editado por nuestra querida Universidad Veracruzana, así mismo intentando señalar un posible paralelismo (que esperamos que no sea un para-lelismo) con Piedra del Sol de Octavio Paz.

Rorty dice que lo más que puede hacer un filósofo, un autor, es recontextualizar a sus contemporáneos. A veces pareciera que lo que dice el otro, (no sólo con su imposición, con su petición, con su alegría, sino también con su silencio), se decodifica e interpreta siempre para amoldarlo/entenderlo en nuestro lenguaje; egoísmo que pretende su legitimación como discurso. ¿Puede darse una escucha efectiva, sin imposición, sin negación del otro? No tengo la respuesta.

A su manera, mi “resumen” también es imposición, voz sorda pero que pretende el exorcismo: rito purificante de fantasmas, transición hacia la voz viva sin intermediarios.

“… un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea… un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre:…”, piedra que evoca fin que evoca principio.
Son signos que invocan a la manera de los brujos: a su flujo cede el tiempo como salmo sagrado: poema que es capaz de detener el movimiento y salir de sí mismo y que al final regresa, a fin de cuentas; mostrándonos, quizá, (y digo esto con un alto grado de inverosimilitud), la capacidad de reproducibilidad del poema.

Y no lo digo en el sentido positivista/cientista que ha cobrado: me refiero a la capacidad del poema de ser voz y ojo: color y canción que se renuevan, que adquieren matices que no se imaginaron podrían tener; en garganta son grito o ya hendidura en el cristal; en el ojo son paisajes que se reanudan, reiteran y reinventan a sí mismos; toda una ventana.
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Hay un momento, aquí, que me interesa de Piedra de Sol: el momento en que el poema ejercita sus recodos, se embravece, calma y regresa; y entonces el caudal que guarda a las palabras, que nos hace ir desde casas, plazas, parques, vientres, pechos, soles oscuros, invocaciones a madurar hacia nuestro plexo, calla.

Miremos: nos encontramos en un espacio que no sale de sí mismo, que es capaz de dar cohesión a la letra, es la sucesión en un espacio que viaja y que se mantiene sobre un mismo lugar; como si el poema se desplegara a partir de su reposo (y quizá aquí recordando a Hegel) y virara hacia sí mismo: su salida es su meta. “Una mirada que sostiene en vilo al mundo con sus mares y sus montes”.

Creo que este panorama, que creo, se muestra, o que pretendo se abra (o inventar), está presente en la escritura de Galindo. Me refiero a su libro Polvos de Arroz.

Galindo nos cuenta en prosa leve, o más bien, nos hace contemplar –viejo ídolo griego- cómo se sale de algún lugar sin haberlo abandonado, un presente que sólo adquiere justificación mediante su pasado y que, al futuro, sucede un grito; como si el nervio del presente se inflamara, y esos toques de futuro fueran su detonante: una lluvia de nosotros fragmentados; contemplando con, ¿terror?/¿admiración? (¿a este punto, hay una diferencia, o al menos, al ser nosotros quienes padecen, podemos darnos cuenta?); el transcurrir sin transcurrir.


Para el hacedor, nos muestra Galindo, no hay problema en considerar el tiempo; es más, puede alterar su orden: la novela empieza con un acento en el grave de la historia.
Ante el desenlace, nos sostiene: para leer este capítulo, para tonificarlo, comprenderlo, y entonces regresar a él, reconociéndolo como una figura en la pared por la que habíamos pasado muchas veces y hasta ahora quedamos ciertos de que esta ahí, debemos transitar por sus jardines, ver lo que nos es dable: “Es complicado iniciar la reconstrucción de uno mismo y regresar con otros ojos a una vida vivida hace mucho tiempo, con objeto de apresar su significado, y saber: ¿por qué existe uno? La reconstrucción empieza con el recorrido.

Galindo, quizá imitando/reviviendo a su personaje y en el ideal griego de cosmos, se atiene a la medida: no nos dice más de lo que necesitamos para conocer a Camerina: su mundo empieza y termina en sus recuerdos: “examinaba con estupor la realidad, y esa realidad era la larga sala, los muebles de mimbre… los juguetes antiguos y ella bordando o tejiendo al lado de Augusta… Allí estaban las dos, con menos vida que un cadáver”.

Sin embargo, este recordar no es un simple mirar hacia el pasado con una nostalgia de belleza arrebatada: el presente cobra su sentido porque nos es familiar desde el pasado; la casa, sus muebles, Augusta (su hermana), Julia, Don Teodoro; son porque ya estaban, es decir, hay una suerte de parentesco de familia, de dependencia.

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